miércoles, 19 de noviembre de 2014

Arquitectos(as) y nuestro derecho al fracaso.

Arquitectos(as) y nuestro derecho al fracaso.

fuente: http://www.plataformaarquitectura.cl/cl/02-351530/arquitectos-as-y-nuestro-derecho-al-fracaso


 
Con o sin crisis, la pregunta es inevitable para los arquitectos: “Y después del título, ¿ahora qué?”. Dominado por esa duda existencial, hace dos años el entonces recién titulado arquitecto español Pedro Hernández resumía el futuro de sus colegas en tres posibilidades: becarse, emigrar a otras burbujas inmobiliarias o reinventarse. Y a miles de kilómetros en el hemisferio sur, la polifacética arquitecta chilena, Valentina Rozas, confesaba en una entrevista que “hay cosas que me interesan, voy a ellas y no funcionan. Es parte de las oportunidades que tengo ahora de poder fracasar. Creo que hay que darse espacio para poder fracasar o renunciar”.

Centrémonos en esto último después del salto.

Hace ya algunos años, circulan tres cifras encadenadas que causan preocupación entre arquitectos y estudiantes chilenos: anualmente, 48 escuelas de arquitectura matriculan a 3.500 estudiantes y titulan a 1.400 colegas, en un mercado totalmente saturado. El futuro se ve oscuro, las prácticas profesionales deprimen y entre los ya titulados, todos conocemos bien a esas oficinas explotadoras que no sólo no contratan a sus empleados (ni cotizan ni cuentan con seguro médico, y claro, ruegan por no sufrir accidente alguno), sino que también los hacen trabajar mucho más de lo acordado y con escuálidos sueldos para un gremio que vio días mejores. Sin embargo, en la universidad hablar de dinero en taller -o de clientes de carne y hueso- resulta ser un tema tabú. ¡Estudiantes, que el dinero no ensucie la belleza de la disciplina!, te dicen. Y claro, no sólo no la ensucia, sino que llegamos al punto en que muchos ni siquiera saben cuánto cobrar por un plano, ni menos por un proyecto.

En España, la llamada generación mileurista de arquitectos se ha reinventado por las buenas o por las malas a raíz de la Gran Recesión que devora lenta y dolorosamente a la península hace ya seis años. Ante tanta amargura, la buena nueva es que, tal como ocurre con la revolución de los 390 (y sumando) medios lanzados por periodistas en España desde la explosión de la crisis, cientos de arquitectos jóvenes han protagonizado el florecimiento de un sinnúmero de colectivos, oficinas y reinvenciones disciplinarias internacionales, como una veraniega y fresca brisa en un país hundido por la recesión -paradójicamente- por la especulación inmobiliaria.


 
Ahora bien, con o sin crisis, en España o fuera de ella, la pregunta es inevitable para los arquitectos: “y después del proyecto de título (PFC), ¿ahora qué?”. Dominado por esa duda existencial, hace dos años el entonces recién titulado arquitecto español Pedro Hernández resumió el futuro de sus colegas en tres posibilidades: becarse, emigrar a otras burbujas inmobiliarias o reinventarse. Y a miles de kilómetros en el hemisferio sur, la polifacética arquitecta chilena, Valentina Rozas, confesaba en una entrevista con quien suscribe este líneas que “a veces también doy palos de ciego: hay cosas que me interesan, voy a ellas y no funcionan. Es parte de las oportunidades que tengo ahora de poder fracasar. Creo que hay que darse espacio para poder fracasar o renunciar”.

Centrémonos en esto último.


El poder fracasar -aunque suene sarcástico en días tan duros- podría ser un derecho inalienable del arquitecto, pero consideremos que el fracaso sigue siendo socialmente muy castigado en las culturas latinoamericanas. No es visto como un momento de reflexión (“¿por qué fallé?”), sino simplemente como un error (“Fallé”), a diferencia de Japón en donde el fracaso se reparte entre amigos, compañeros de trabajo o familia y se anima a seguir perseverando (“ganbarimasu!”) o en EE.UU. donde incluso adquiere un valor positivo (con ínfulas de heroísmo) por entenderlo como un método empírico de aprendizaje.
Curioso el contraste de culturas, pues el arquitecto –sea de donde sea- desarrolla a lo largo de su carrera una alta resistencia al fracaso desde el primer día de clases (si es que no lo desarrolló antes): el rechazo de taller, el rechazo del concepto, el rechazo de la propuesta. Replantéalo. Busca referentes. Dale una vuelta. El no, y mil veces no. El encaje forzado de miles de estudiantes con diversas inquietudes en un perfil de egreso exitista y monotemático, en el cual todos podemos elegir el enfoque de nuestro interés, siempre y cuando sea el mismo, parafraseando a Henry Ford. En fin, esa resistencia al fracaso de parte de nuestras arquitectas y arquitectos es vista pocas veces como una fortaleza o una lección; en muchas, es una cruz cargada al hombro, mas puede resultar fundamental en la reinvención del profesional en años de saturación, crisis económicas, malas prácticas y banderas propias.

Interdisciplinariedad, creatividad, autoencargos, resistencia y temporalidad. Una base fundamental entre quienes se han dedicado (o quieren) hacer las cosas a su manera. Y seguir sacrificándose por lo que vale la pena en tiempos de incertidumbre. Existen ejemplos del área que les apetezca: el taller ATEA del colectivo mexicano SomosMexas, la Galería de Magdalena en Madrid, la oficina chilena GT2P, la oficina española de ecomódulos Ecospace, la plataforma multidisciplinar Zuloark, la productora madrileña Solita Films y el Centro de Arquitectura Contemporánea (GAC) en Santiago de Chile. Estos no solo dan cuenta de la existencia de un batallón de ideas propias materializadas con sudor y lágrimas, sino también la posibilidad de expandir las fronteras aparentemente tan fortificadas de la arquitectura. Y mejor aún, la posibilidad de sumar voces a la arquitectura desde el Sur Global: latinos, africanos, asiáticos y oceánicos.


 
Pero claro, levantar la bandera de la vocación es muy cómodo si no hemos pensado (o no necesitamos pensar) en cómo llegar a fin de mes. Eso sí, nadie dijo que no hay que seguir haciendo sacrificios. Esto pasa hasta en las mejores familias: cierto arquitecto dueño de una oficina me confesaba que el embarcarse en un proyecto así es asumir que la quiebra económica sería una constante. Y si de esfuerzo hablamos, los integrantes del colectivo Somosmexas se las ingenian para compatibilizar el amor por sus actividades los fines de semana con la obligación de llegar a fin de mes, sin que ATEA, al menos, no les genere pérdidas. Mientras tanto, algunos arquitectos, oficinas y colectivos han recurrido al crowdfunding, donaciones y presentación de autoencargos a privados.

A otra escala, el japonés Shigeru Ban -recientemente premiado Pritzker 2014- comenzó a trabajar junto a la ONU y a forjar su labor humanitaria, luego de revisar fotografías de los refugios construidos por la organización internacional en Ruanda cuando él tenía 37 años: “Los tutsis se congelaban […] Viajé hasta las oficinas de la ONU en Ginebra sintiéndome como un vendedor cargando con una tienda de campaña”, bromeó en entrevista a El País y su apuesta de bajo presupuesto, pulcra planificación, rápida construcción y sólida sensibilidad valió el visto bueno del arquitecto a cargo. El resto es historia.

En resumidas cuentas, y a pesar de las constantes subidas y bajadas de la montaña rusa de la economía, una carrera de tan amplio impacto como la arquitectura exige tanta creatividad, compromiso, profesionalismo, entusiasmo y arrojo que todo lo aprendido nos deja una lección clara: cuando se sabe lo que se quiere, no hay nada tan duro como no intentarlo.
Llámenlo el derecho al fracaso.


 

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